Todos esos maravillosos
inventos de principios de siglo hacían la vida un poco más difícil, pues los inventores
aprendían a nuestra costa. Unas décadas más tarde, el mundo rebosaba de luz
eléctrica, de agua caliente, de vapor y de motores de explosión; pero en mi
infancia los inventores todavía experimentaban con sus artefactos, y todo lo
que aquellos ingenieros vanguardistas vendían a sus ingenuos adeptos resultaba
imperfecto e inservible. La electricidad parpadeaba y daba una luz amarillenta
que casi no alumbraba. La calefacción dejaba de funcionar precisamente en los
días más fríos o inundaba la casa de un vapor demasiado cálido, por lo que
siempre estábamos resfriados. Pero había que ‘respetar la época moderna’. La
hermana mayor de mi madre, sin embargo, se resistía a ‘respetar la época
moderna’ y atiborraba de leña sus estufas de porcelana blanca; nosotros, en
consecuencia, nos refugiábamos en su casa para calentarnos, algo que resultaba
imposible con la calefacción central, y nos deleitábamos con el calor constante
y uniforme, además de perfumado, de los troncos de haya.

Así es señores, todas las incomodidades que ha originado la técnica han permanecido a veces ocultas para poder presumir ante el vecino de estar a la última o, por decirlo en palabras de la familia Márai, respetar la época moderna. ¿Quién no recuerda esas primeras conexiones telefónicas a internet, huevonas y carísimas? Si no fuera por ese deseo tan humano de estar a la última y hacérselo saber a los amigos, muchos avances técnicos no hubieran sido posibles, no hubieran contado con la paciencia suficiente del sufrido usuario.