… y el más importante, que mi papá me leía explicándome cada párrafo. El origen de la vida, de Aleksandr Oparin, donde se relataba de otra manera la historia del Génesis, y sin intervención divina, de modo que yo pudiera resolver con explicaciones científicas las primeras preguntas sobre el Cosmos y los seres vivos, con un químico Caldo Primordial bombardeado por radiaciones estelares durante millones de años, hasta que al fin habían surgido por accidente o por necesidad los primeros aminoácidos y las primeras bacterias, en el lugar que antes había ocupado el poético Libro con los siete días de milagrosos relámpagos y repentinos descansos de un ser Todopoderoso que, misteriosamente, se cansaba como si fuera un labrador.
Caldo primigenio o sopa primitiva, nombres para ese caldito donde poco a poco fueron surgiendo moléculas cada vez más complejas. Se han intentado reproducir las condiciones de la Tierra por aquella época en el experimento de Miller. A mí esos experimentos me dan un poco de respeto, porque si salen demasiado bien debe uno sentirse Dios, creando vida.
Y hablando de creadores todopoderosos, el libro pertenece al género de hablar del padre fallecido. Estos textos oscilan entre la hagiografía y el injusto ajuste de cuentas. Es muy raro, como decía Cela en sus memorias, que alguien diga que su padre ni fu ni fa, cuando por pura estadística lo más habitual es que un padre sea normal, ni malvado ni santo o genio. Como el verso de Manuel Alcántara en Excusas a Lola que Mayte Martín versionó, en una suerte de ‘Palabras para Julia’ mejorada.
Era bueno y malo lo mismo que cualquiera…