Me contó que, en cierta ocasión, el contralmirante William Parry, explorador del Ártico, se dirigía hacia el norte en su trineo tirado por perros. Avanzó con facilidad durante varias horas, pero al llegar la noche y comprobar la latitud, se encontraba más al sur del punto del que había partido.
—¿Eso cómo podía ser? —pregunté con
asombro.
—Elemental, querido Ochoa. Él no sabía que
avanzaba sobre un gigantesco témpano de hielo al que la corriente arrastraba
hacia el sur, a más velocidad de la que alcanzaban sus perros, que debían de
ser huskies siberianos. A ti te sucede lo mismo. El suelo que consideras firme
deriva hacia el pasado. Por mucho que avances, te devuelve al punto de partida.
Este principio, que inspiró a Einstein para su teoría
de la relatividad establece la importancia de la posición del observador. Todo
el que ha mirado por la ventanilla de un tren cómo una vaca se mueve hacia
atrás lo ha comprobado. Para comprender un movimiento de manera absoluta uno
debe dominar la empatía cinemática, por decirlo de algún modo, y ponerse en la
posición, en el sistema de referencia del otro. Esto debería uno aplicárselo a
otros aspectos de la vida